“Quédate con nosotros, porque (...) el día ya ha declinado”. Y entró a quedarse con ellos.
Caen las sombras, y con ellas crecen el miedo y la desesperanza. Él accede a quedarse. Acaso haya arrancado la luz porque sea, la sombra, imprescindiblemente necesaria. Ahí comienza este cuento. Uno de amores. La narración de una relación, íntima y hermosa, que se desarrolló en circunstancias muy difíciles. Se hacía perentoria la aridez. Entró a quedarse… “Y sucedió que, cuando se puso a la mesa con ellos…”. Pero no adelantaré la historia.
Fue un amago. No hubo noche negra del alma. Todo fue luz, de la que ciega. Un juego de fulgores. Otras, a lo Saulo, ciegan en medio del ardiente sol del mediodía; estas, al caer de la tarde.
Al relato lo arroparán envolturas de lujo: la religión y la política. Aunque trascienda a ambas, al implicarlas. Como afirmaba aquel buen amigo de larga y negra vestidura: si no hablásemos de religión y de política ¿de qué hablaríamos?
Andaremos en medio de soldadescas que blasfeman, duras, que despedazan todo, y que no logran sino lo que alcanza toda forja: acrisolar. Nos encerrarán en celdas que calientan el alma, frías a los huesos; hacinamientos que buscan degenerar, y fraguan amistades insospechadas, fuertes, eternas y preciosas; barrotes que al agarrotar liberan; el daño que redime –¡bendita falta…!–, desasosiegos que empinan, sed que refresca.
No ser yo más, siendo yo mismo. Un cuento de amoríos. No lo podré explicar sino a jornadas de forzada marcha, quietudes despaciosas, relato tras relato. Y al revivir aquel dolor, aquella angustia, ¿por qué no contagiar con la alegría indescriptible de un encuentro en soledades con el Dios mío? Viviéndolo de nuevo, ahora contigo.
“Yo te voy a decir cuáles son los tesoros del hombre en la tierra para que no los desperdicies:
hambre, sed, calor, frío, dolor, deshonra, pobreza, soledad, traición, calumnia, cárcel...”
Se apareció entre las rejas, intempestivamente, sin que nadie lo llamara, casi por asalto. No éramos las ovejas de su redil; pero no le importaba. Irrespetuoso, violento, desdeñoso de las antesalas, nunca hizo caso de puertas ni contó con autorización alguna para robarse almas para Cristo: “Fuego he venido a traer, y no quiero sino que arda”.
Estos no serán relatos tristes. Agridulces acaso. Los tomaré, uno a uno, con humor o, como se dice, con espíritu deportivo. Los guardo en mi alma con cariño. Individualmente me espantan. En conjunto me acarician. Fue, acaso, una de las épocas más felices de mi vida: me apretujaba Dios.
Habían sido oficiales, conmigo, en el mismo buque, desde el principio de nuestras carreras. Sus nombres –Tirso, Austén– parecían extraídos de una novela.
Nos habían asignado, recién egresados de la Academia Naval, al PE 201 Caribe. Teníamos que presentarnos de uniforme blanco, espada y guantes. Decidimos hacerlo al unísono. Arribamos al muelle a las ocho en punto de la mañana. Tres taxis, con puntualidad micrométrica, al costado del navío. Nos saludamos sonrientes, camaradas con un mismo afán: defender patria y nación con garras y navíos. Así lo habíamos jurado.
La oficialidad joven no simpatizaba con Batista; tampoco con Fidel, por muy diferentes, asimétricas razones: el primero había asaltado el poder advenedizamente; el segundo era un advenedizo que quería asaltarlo.
Meses después los dos se me acercaron. Tirso me espetó:
—Estamos conspirando. Somos todos oficiales de las últimas promociones. ¿Te unes?
Se pensaba entonces que el levantamiento daría comienzo desde nuestro barco, bombardeando el edificio del Estado Mayor de la Marina de Guerra. No teníamos jefe; decidimos nombrar al director de la Academia Naval. ¡Él no lo sabía! Se le comunicaría a posteriori.
Orden más contraorden igual a desorden. Un cinco de septiembre estalló la revuelta parcialmente, en Cienfuegos. Dieron día y momento. Después, que no. La oficialidad destacada en la base sur, en la ciudad de Cienfuegos no supo de aquel no. Se alzaron solos. Después todos los oficiales jóvenes de mi barco caerían presos, y la mayoría de los pertenecientes a las últimas proporciones de egresados de la Academia Naval. Aquella mañana yo estaba en Key West. Me habían seleccionado, junto a Rafael, para un curso de Guerra Antisubmarina en la que entonces era la mayor base de submarinos norteamericanos. Los titulares de la prensa nos sorprendieron: “Cuban Naval Revolt!” [¡Revuelta naval cubana!].
Cuando volví a La Habana me condujeron al Servicio de Inteligencia Naval al frente del cual estaba el tenebroso Laurent. Pasé la prueba.
Dos notas simpáticas de aquellos días. La primera fue que otro oficial, al que yo había “reclutado” para la revuelta y que también había sido interrogado, pero que gracias a Dios tenía familiares con influencia en los mandos militares, me dijo:
—Laurent ni me tocó, porque el primer nombre que tenía en la punta de la lengua era el tuyo.
La segunda me ocurrió al llegar a Santiago de Cuba donde estaba mi buque en aquellos días. Llegué al club de oficiales y me encontré a un oficial de mi misma promoción. Tenía puesto un casco ¡con los grados de capitán! (todos nosotros éramos simples tenientes), unas bandoleras repletas de municiones que le cruzaban el pecho, granadas colgando del cinturón. Vino corriendo a mi encuentro y me dijo:
—Todos los demás de tu barco están presos, ¿y tú no? ¿Nunca te dijeron nada...?
No puedo narrarles mi respuesta.
No volví a ver a Tirso ni a Austén hasta después de que salieron de prisión, cuando fueron liberados tras la fuga de Batista. Tirso era comandante, Austén era capitán, yo seguía siendo el mismo teniente en el mismo buque. Me visitaron un mediodía. Habían transcurrido varios meses desde la toma del poder de Castro. Portaban aquellos mismos nombres novelescos y una intención que me resultaba extraña. Estaba yo en el comedor del barco cuando irrumpieron amistosamente sonrientes. Tras una breve conversación me preguntaron:
—Jorge, ¿y si esto fuera comunismo?
Esa pregunta ya no resultó simpática.
Dicen que instantes antes de morir se presenta toda nuestra vida como en un gran escenario abarcador, total. Fue así, como un flash: vi ante mí al miliciano que tras la toma del poder revolucionario encontré ya siempre, en su silla, a la entrada de la iglesia de San Antonio de Padua, en Miramar, cuando iba a visitar al Santísimo; recordé el almacén con el que habían sustituido la iglesia de la Universidad de Villanueva… Se me agolpaban mil imágenes en la mente, y la contestación fue, creí yo, muy rápida:
—Mientras no se metan con la Iglesia…
Se fueron con la misma enigmática sonrisa con la que habían entrado.
A la Marina de Guerra había que liquidarla. La consideraban un cuerpo de élite, difícil de controlar: pensaban, tenían un código de honor, y unas naves de guerra poderosas que los de la Sierra no sabían manejar. No fue lo único que liquidaron. Les costó trabajo porque Cuba era una nación joven y próspera. Ni su gente era fácil de domeñar; ni la riqueza del país, de tierras pródigas e industria ligera pero ingente, fácil de hacer cenizas. Lo lograron. A cabalidad, como máquina de central azucarero, fría e implacablemente, molieron sus praderas, sus montes y sus gentes.
Nuestra causa se mostraba cada día más justa, más urgente, más necesaria.
Pronto enviaron a la oficialidad a hacer tareas burocráticas e inofensivas en los ministerios del gobierno, donde eran más fácilmente vigilados. Los sustituyeron en sus cargos con antiguos alzados con los que iban ocupando todos los mandos militares. Estorbaba la disciplina. Nadie sabía nada de nada. Mejor. Mientras tanto se erigiría la poderosa maquinaria de Seguridad del Estado.
Un fecundo grupo de cubanos, repletos de ideales, conspiraba de nuevo.
¿En cuanto al país? He incluido al final del libro una pequeña reseña de la Cuba anterior a 1959; pero el capital más importante con el que contaba la isla era su nación, constituida por una clase media fuerte, robusta, emprendedora; con principios morales y religiosos que se iban fraguando con dificultad, pero con empeño, en aquella joven república: Dios existía, con Él se contaba, y en las cimas de sus montañas reinaba una pequeña Virgen, morenita, de la cual nos sentíamos hijos predilectos y mimados.
Me destinaron primero a la construcción de un hotel en la oriental playa de Caonao. Después, a un organismo adscrito al Ministerio de Hacienda. Allí estuve un tiempo, aunque sospechando lo que tramaban. Renuncié a la Marina de Guerra y me dediqué a la enseñanza, primero en cursos para preuniversitarios, después en la Escuela Superior de Pesca.
Allí trabajaba el 16 de abril de 1964 cuando, exactamente a la medianoche, Pancho tocó a la puerta de mi casa.
Ahí comienza la historia…
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